La situación de Aranjuez era agobiante. Los efectos de la guerra eran palpables, no precisamente en la ciudad, pues allí no se dieron combates, sino en la población, sobre todo en la clase obrera que estaba empobrecida. La escasez y aún el hambre se instalaron en muchos hogares, por falta de trabajo o por un trabajo insuficientemente remunerado.
Entre tanto yo gozaba con el estudio y la clase de Horacio, cuyas odas comenzaba entusiastamente a comentar. Pero en estas circunstancias, y como sin sentir, un pensamiento comenzó a obsesionarme, fruto sin duda de la contemplación del Rey Eternal: ¿no podría yo a pesar de mis clases, ayudar a esta gente que, si en parte carecen de alimento material, también es bajo su nivel espiritual? ¿No podría yo tratar de agregarlos de una manera más consciente al reino de Cristo, que por ser universal también es para ellos?
Dando muchas vueltas a este pensamiento, y pidiendo luz al Señor, se fue concretando y perfilando más. ¿No podría aplicarse esta acción a la educación y elevación de la juventud obrera, ya que nadie se preocupa de ella? Guardé este pensamiento en mi corazón, porque a veces parecía de imposible realización. Pero la idea seguía; y yo, consiguientemente la iba viendo cada vez más necesaria y factible. A tanto llegué que me pareció ser ésta idea una inspiración de Dios. Y sólo entonces, octubre sería de 1940, decidí presentar el plan a los superiores. Mi alegría fue muy honda, aunque sin manifestaciones externas, porque los superiores confiadamente me dieron permiso para comenzar a realizar el plan.
Naturalmente sin dejar mis clases de Horacio, que supondría para mí un doble esfuerzo. Pero me sentía fuerte para ello.
Padre Heliodoro Fuentes S. J.