Dio un paso y se detuvo. La puerta estaba entreabierta. Una luz tenue iluminaba el interior de la estancia, aunque tenía la extraña sensación de que si avanzaba no podría volver atrás, ni siquiera retroceder. El mundo, o al menos el mundo que ella conocía, parecía ir diluyéndose lentamente ante sí. Allá a lo lejos, cada vez más lejos, lograba distinguir un par de siluetas recortadas cuyos contornos brillaban de una forma cegadora. Se movían a su alrededor, como si buscaran algo. Al mismo tiempo, un pensamiento inquietante atravesaba su mente como un relámpago. ¿Y si era tan sencillo como dejarse adormecer por el calor de una mano acariciando la suya? Decidió dar un paso más y de pronto la habitación desapareció. Un instante después estaba en mitad del campo y ya no veía siluetas luminosas, sino un basto territorio que ni siquiera su mirada lograba abarcar. Notó que iba descalza y que caminaba tan ligera como una pluma. Tampoco tenía frío, por lo que dedujo que se encontraba en algún lugar cálido, quizá en plena primavera, a juzgar por el exultante colorido del paisaje. Había tomado la decisión de no detenerse. Mirar hacia atrás ya no tenía sentido, de hecho no recordaba que eso le hubiese servido alguna vez para algo. Al igual que una mañana precede a la noche, avanzar obliga al caminante a no lamentarse del pasado, y ella sentía que por fin se había deshecho de todo lo que no perdura, desintegrándose en miles de diminutos fragmentos que se fundían de forma asombrosa en aquellos a los que amaba. Ese fue su penúltimo milagro, porque el primero tuvo lugar al nacer y el último estaba a punto de comenzar. Poco después alguien contemplaba el cielo mientras sonreía. Pero en realidad no buscaba una estrella, lo que hacía era recordar esos momentos vividos junto a quien, con absoluta certeza, acababa de formar parte de él.